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El Mercurio. Hoy en sus páginas del Editorial, escribió Eugenio Tironi una interesante columna de opinión sobre la reconciliación. En ella sostiene que se ha avanzado en torno a un sonsenso polìtico y económico, sin embargo, fallamos en la construcción de la nación. Para ello recurre a Renan, pues no tenemos elementos básicos que la constituyen, tales como un sonsenso sobre el pasado y la idea futuro, ese ponerse de acuerdo de que seguiremos juntos.

Disponemos de instituciones que nos permiten disentir sin temor a caer nuevamente en el horror.

Esta vez la celebración de un nuevo aniversario de nuestra Independencia tomó ribetes especiales. Coincidió con un evento histórico: la firma por parte del Presidente Ricardo Lagos, en un solemne acto en La Moneda, de la nueva Constitución Política de la República.

La sociedad chilena consolidó su nueva fisonomía. El sistema económico liberal instaurado hace dos décadas ha sido reformado y legitimado. Ahora culmina la renovación de su sistema político, poniendo fin a un largo ciclo de controversias en torno a la Carta Fundamental. Vivimos en un orden expuesto a turbulencias, por cierto, pero no a un colapso repentino. Es la hora de plantearnos algunas cuestiones esenciales que hasta ahora hemos venido posponiendo, quizás porque no teníamos la seguridad de poder encararlas sin precipitarnos otra vez a un pasado de confrontación y violencia.

Chile es una sociedad que no hace mucho sufrió una honda fractura. Ha hecho un esfuerzo emocional e institucional gigantesco para reconstituir su convivencia. Con todo, ésta aún no reposa en un relato propio -con sus componentes racionales y simbólicos- capaz de darle continuidad y proyección.

"Una nación -decía el francés Ernest Renan- es un alma, un principio espiritual. Dos cosas (la) constituyen... Una es la posesión de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de seguir apreciando la herencia que se ha recibido como una posesión común".

El Chile moderno, levantado en los últimos años, está en el aire. La base material y las formas de sociabilidad cambiaron profundamente, pero Chile no ha reinventado su identidad nacional; es decir, no ha renovado ese "principio espiritual" formado por el orgullo común ante los recuerdos y el ardiente deseo de proyectarse juntos hacia el futuro. Esto no es baladí. Podría costarle caro a la hora de contener las tendencias disociadoras que brotan en un sistema que es impulsado por la competencia y la individuación.

Muchas naciones han encarado el desafío de re-crear su identidad. Para esto han aprovechado ciertas ocasiones conmemorativas. El Bicentenario, el 2010, ofrece a Chile una oportunidad inmejorable para una refundación de nuestros vínculos como comunidad. Quedan muchas cosas pendientes -basta mirar la herencia que subsiste en materia de derechos humanos-; pero se aprecia que los cimientos plantados están firmes; que el 2010 está más cerca que 1973; que estamos en condiciones de ir más lejos, e imaginar la identidad chilena del siglo XXI.

Plantearlo despierta resistencias, no hay dudas. Para la visión esencialista de cuño conservador la identidad chilena ya fue fijada en el pasado, y está ahí para siempre. Para la tradición crítica, por su lado, la energía hay que dirigirla al diagnóstico de las miserias que nos desgarran, no a pensar sobre aquello que nos integra y proyecta como nación.

Pero ya es hora. Disponemos de instituciones que nos permiten disentir sin temor a caer nuevamente en el horror. Por delante tenemos un horizonte de relativa prosperidad. Una nueva generación asume el mando del país en todos los campos. Podemos atrevernos a recapacitar acerca de la idea que nos moviliza como pueblo; la pasión que nos ha unido, y que nos ha hecho también enfrentarnos trágicamente entre nosotros; la memoria que compartimos, a pesar de todo; los proyectos e ilusiones que nos inspiran; en fin, sobre aquello que nos hace vibrar como una comunidad que comparte el mismo "sueño chileno".

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